Por: Juan Rodríguez Vega

Yo amo la música, yo amo organillo del barrio; que imploran con lúgubres halagos un pan para el artista, un vino, o un harapo. Yo amo la música, yo amo la música del pobre bohemio que cruza cabizbajo las calles de la aldea, trayendo bajo el brazo su caja doliente y melodiosa que aporta desde un país lejano, mendigo y ambulante, ya de plañir cansado. Al pie de balcones entreabiertos y viendo hacia arriba, no hace caso de la nieve que cae sobre sus hombros flacos, en tanto que mueve su manubrio caritriste e impávido. Yo amo la música, yo amo esos ritmos enfermos, sin arte, sin luz, toscos y lánguidos, como inmensos gemidos que se alargan elásticos. Yo amo esos versos de palurdo que huelen a poblacho y traen al alma viejas cosas empolvadas de antaño; el son de un violín que se lamenta, heridos tal vez de fiero dardo, o el de un acordeón cuando solloza debajo de algún árbol que es el techo amoroso de los seres gitanos, y el lloro que plañe una guitarra allá en la callejuela oscura de algún barrio. Al ir por la senda del vía·crucis en que voy con mi fardo de penas, que abruman y ennegrecen mi dolorido ánimo a veces, absorto en mi camino, he detenido el paso oyendo esas notas gemebundas que son como el grito hondo y amargo de todas las miserias y de todos los llantos que van por la tierra, peregrinos sin pan y sin descanso. Y ebrio de horrísona tristeza, me he marchado llorando, volviendo a mi alma viejas cosas empolvadas de antaño. Yo soy también, ¡ay! otro bohemio sin patria, desterrado, que va por las aldeas ofreciendo sus cánticos y amando la música del pobre organillo del barrio que es el eco aflictivo de un armonioso hermano.
José Solón Argüello Escobar.
León, Nicaragua, 1879 – México-Querétaro, 1913.